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martes, 4 de enero de 2022

UNA VIDA ROBADA


"Son tan agradables las noches de estío en Caulfield. Huelen a heliotropo y jazmín, a madreselva y trébol. Las estrellas son aquí cálidas y amistosas, no frías y distantes, como en el lugar de donde vine; parecen pender sobre nosotros, estar más cerca de nosotros. La brisa que agita las cortinas en las ventanas abiertas es suave y dulce como el beso de un bebé. Y si uno escucha, puede oírse el ruido de las hojas de los árboles al darse vuelta para seguir durmiendo. La luz de las lámparas que sale del interior de las casas cae sobre el césped en largas láminas doradas. He ahí la tranquilidad, el sosiego de la paz y la seguridad perfectas. Oh, sí, en Caulfield las noches de estío son agradables.

    Pero no para nosotros. 

También lo son las noches invernales. Las noches de otoño, las noches de primavera. Pero no para nosotros, no para nosotros.
La casa en que vivimos en Caulfield es tan agradable. El tono verdeazul de su césped, que siempre, a cualquier hora del día, parece acabado de regar. Las refulgentes, agitadas ruedas de los aspersores en perpetuo movimiento, girando constantemente; si se los mira desde bastante cerca formarán arcos iris para nosotros. La perfecta, pronunciada curva de la entrada de autos. La deslumbrante blancura de los pilares del porche a la luz del sol. Dentro, la pura simetría de la barandilla descendente, que corre pareja con la oscura y lustrosa escalera a la que acompaña desde arriba hasta abajo. El brillante acabado de los ricos pisos de antaño, que despiden un olor a cera y esencia de limón si uno se para a oler. La blandura de las espesas alfombras. En casi todas las habitaciones, algún sillón favorito esperando para recibirlo a uno como un viejo amigo cuando se retorna para pasar un poco de tiempo en su compañía. La gente que viene y lo ve dice:
    —¿Qué más puede haber? Este es un hogar, como el hogar debería ser.
    Sí, la casa en que vivimos en Caulfield es tan agradable.
    Pero no para nosotros.

Es tan adorable ver cómo crece nuestro niño, nuestro Hugh, de él y mío, aquí, en Caulfield. En la casa que algún día será de él, en la ciudad que un día será la suya.
Verle dar los vacilantes primeros pasos, que equivalen a… ya anda. Estar al acecho y saborear cada palabra de nuevo cuño que sale farfullada por sus labios…, que equivale a: aprendió otra, ya habla.
    Pero, en cierto modo, ni siquiera eso es para nosotros. Hasta eso parece hurtado, robado, de un modo indefinido que yo no sé expresar. Algo a lo que no tenemos derecho, que no es legalmente nuestro."

Este extraordinario monologo abre la novela Me case con un muerto de William Irish y también la película en la que se basa  (mucho más corto, dejando lo esencial, mientras la cámara muestra al mismo tiempo la imágenes que va describiendo)  En  Argentina la conocimos con el título de "La mentira candente" dirigida por Mitchell Leisen en 1950,  y que en la voz poderosa, llena de matices, de la inconmensurable Barbara Stanwyck adquiere ribetes mágicos y subyugantes. 


                               La fascinante apertura de La mentira candente